Cecilia
era diferente, a sus diez años prefería estar haciendo figuras de papel a jugar
con los demás niños. De más pequeña podía pasar, pero esa “manía de los
papeles” como decía su madre se estaba volviendo un asunto incómodo y
ciertamente preocupante.
En
las celebraciones, se alejaba de sus primos e iba en busca de servilletas,
evitando las de tela. Una vez que hacía acopio de ellas se iba a un rincón y se
construía un elenco de papel para una representación que nunca llegaba a darse,
porque a Cecilia le gustaba crear figuras, no jugar con ellas. Nunca era
invitada a cumpleaños de amigos porque no tenía. Un vecino, Pedro, que tenía
dos años menos que ella, quiso invitarla al suyo, porque todavía no había
desarrollado la capacidad de discriminar, pero la madre de éste se lo prohibió
tajantemente. Quería que la fiesta de su hijo fuera perfecta y una niña rara no
cabía, además no quería que su hijo se juntara con ella no fuera a ser que le
llamaran raro a él también. No todos los padres del pueblo eran como la madre
de Pedro, la mayoría no le invitaban porque pensaban que la niña iba a estar
incómoda.
En
casa siempre estaba metida en su mundo, sin hablar, rodeada de figuritas de mil
formas cuyo número iba creciendo. A pesar de la animadversión que a su madre le
daban las figuras, en el fondo, le daba
lástima tirarlas porque había algunas de una inmensa complejidad. Las
empezó a almacenar en cajas pero llegó un momento en que vio necesario
deshacerse de algunas. Intentó desecharlas sin que su hija se diera cuenta,
pero le pescó infraganti tirando una de las cajas enteras al contenedor de
papel. Cecilia se le quedó mirando y a Marta le entró una profunda pena pensar
que su hija creería que no valoraba sus creaciones. Sin embargo a la niña le dio igual, ella era
feliz elaborándolas, el destino de sus figuras le era indiferente.
En
clase siempre estaba distraída y rodeada de figuras hechas con las hojas de su
cuaderno. Los demás niños le dejaban a un lado, no porque les cayera mal sino
porque no interactuaba con ellos. Estaba relegada a la última fila, ese fue el
sitio que le asignó el maestro para que no distrajera al resto de la clase; le
dio, eso sí, el beneficio de estar al lado de la ventana. Justo lo que Cecilia
necesitaba para terminar de distraerse.
Marta,
la madre de Cecilia se enteró de que el maestro de la niña se iba a jubilar y
pensó que sería conveniente avisar a su sustituto de las rarezas de su hija
para que lo tuviera en cuenta. El nuevo era Pablo, un maestro de vocación que
pertenecía a una larga estirpe de abogados que él no continuó. Pablo estaba
encantado con su nuevo destino que él mismo había elegido entre varios
disponibles. Quería dejar atrás los atascos, la gente con prisa, las
masificaciones y en general todo lo relacionado con el estrés de la ciudad.
Marta le escribió una carta y se la dio al conserje del colegio con vistas a
que el maestro quedara avisado antes de empezar a dar la primera clase. La
carta decía así:
Buenos
días:
Mi
nombre es Marta, le escribo para que tenga en cuenta que mi hija Cecilia tiene
una peculiaridad y es que es muy introvertida. Es buena niña, no le regañe con
dureza. Don Anselmo, su antecesor, intentó por todas las maneras que cambiase
pero no ha sido posible. Los médicos me dicen que no tiene nada y los test de
inteligencia los pasó de sobra, pero como podrá comprobar usted, no es normal.
Tiene una manía terrible y es hacer figuras de papel a todas horas. Cuando le
regalo algo, nunca tira el envoltorio, lo guarda y lo colecciona, parece que le
gusta más el papel de regalo que el objeto en sí. Apenas estudia porque se
aburre. Don Anselmo bromeaba diciendo que por lo menos tendría trabajo
asegurado en unos grandes almacenes envolviendo regalos… La gente del pueblo ya
sabe cómo es mi hija y la dejan tranquila, espero que no le moleste mucho en
sus clases y cualquier cosa, sólo tiene que decírmelo.
Atentamente:
Marta.
El
primer día que Pablo pisó el colegio, el conserje tras presentarse, le dio la
carta de Marta, diciéndole:
-Aquí
le ha dejado una carta la madre de una niña rarita, la pobre mujer no quería
que usted empezara la clase sin estar avisado y trajo la carta hace dos días en
un ratillo que tuvo libre, trabaja muchas horas de camarera, pero dice que más
adelante pedirá permiso para hablar con usted en persona. La niña no da
problemas lo que pasa es que está en su mundo.
Pablo,
extrañado, leyó detenidamente y, pensativo, fue hacia el aula asignada. Una vez
llegó, comprobó que en la última fila en una esquina, había una niña de cabello
castaño y corto con flequillo, mirando por la ventana totalmente abstraída y
con una hoja arrancada a la que iba a empezar a dar forma de un momento a otro.
El resto de alumnos hablaban entre ellos formando un gran alboroto.
Le
costó un rato que los niños guardaran silencio. Se presentó y pidió a los
alumnos que construyeran con una hoja de cuaderno un soporte para que pusieran
su nombre. Cecilia abrió los ojos de par en par, sonrió y se puso manos a la
obra. Hizo la mejor pirámide jamás vista en papel. Era la primera vez que una
actividad le interesaba en clase.
Los
demás niños se habían limitado a doblar la hoja por la mitad, otros, que ya
sabían como iba, habían doblado el papel en tres partes con lo que la
estructura tenía base y era más sólida. El maestro no les había dado
instrucciones de cómo hacerlo y dejó al libre albedrío a los alumnos. Algunos
carteles se deshacían con facilidad, sin embargo Cecilia había hecho un trabajo
impecable, rellenó las cuatro caras de su pirámide con su nombre, sus apellidos
y como le sobraba una, hizo un pliegue para colocar un lápiz.
Pablo
se dio una vuelta por las mesas y cuando llegó a la de Cecilia dijo:
-¡Qué
maravilla! Chicos tenéis que hacer una estructura como la de ella. Por favor
Cecilia, ¿podrías explicarles a tus compañeros cómo has hecho la pirámide?
Algunos
compañeros no recordaban la voz de Cecilia por lo poco que hablaba. La niña lo
explicó con tanta seguridad y tan claramente que hizo que los demás se
interesaran por hacerlo bien. Una vez dio las instrucciones, el maestro le
pidió que fuera mesa por mesa asegurándose de que todas las pirámides
estuvieran bien hechas y ayudó a rehacerlas en algunos casos.
Pablo
preguntó a Cecilia si tenía papeles de colores en su casa para que los trajera
al día siguiente porque en el colegio sólo había hojas en blanco. Le explicó un
proyecto que no sería posible sin su ayuda. Quería premiar con una figura de
papel cada vez que alguien hiciera bien un ejercicio y necesitaba su
inestimable colaboración. Pero no sólo tenía que elaborar la figura sino saber
si el ejercicio estaba bien o no para dársela por lo que se tendría que
aprender la lección a la perfección.
Marta
se quedó boquiabierta viendo a su hija estudiar con tanto interés. Cecilia
había sido nombrada ayudante del maestro y tan importante nombramiento había
llenado de ilusión y motivación a la niña. Una vez terminó de estudiar,
recopiló con entusiasmo su colección de papel de regalo, seleccionando
cuidadosamente los mejores envoltorios.
Al
día siguiente Pablo pidió a sus alumnos que elaboraran un cuento breve
ciñéndose a lo que habían estudiado previamente en la lección. Mientras sus
compañeros escribían los cuentos, Pablo indicó a Cecilia que hiciera tres
figuras para el primer, segundo y tercer mejor cuento. La niña se puso manos a
la obra y elaboró una ballena, un cisne y un pavo real. Leyeron sus
composiciones y el profesor seleccionó tres y preguntó a Cecilia si cumplían
las características del cuento. Los leyó y le dijo que sí, que la selección
estaba bien hecha y cumplían con lo de planteamiento, nudo y desenlace. Pablo
le agradeció que hubiera estudiado la lección y dejó que hiciera la entrega de
premios.
Los
ganadores alucinaron con lo bien que estaban hechas las figuras y muchos
compañeros pidieron a Cecilia que les hiciera otras para ellos. Las creaciones
de la niña empezaron a ser valoradas entre sus compañeros e incluso había quien
empezó a coleccionarlas.
Pasaron
tres días y los maestros de las otras clases pidieron también ayuda a Cecilia
para la elaboración de esos “trofeos” de papel, que tan buenos y motivadores
resultados estaban dando en la clase de Pablo.
En
menos de una semana Cecilia ya estaba totalmente integrada en su clase y en
todo el colegio.
Pablo
escribió una carta a la madre de Cecilia.
Le
escribo para decirle que a su hija no le pasa nada, su hija es una artista,
lleva innato el arte del origami.
Los
dones que tenemos a veces son
caprichosos y salen a la luz tarde, como me pasó a mí, que al principio fui
abogado como mi padre, mis tíos y mi abuelo y empecé a estudiar magisterio con
cuarenta años, cuando me di cuenta de que mi vocación era enseñar. Otras veces
se pueden manifestar temprano y ser poco comunes, éste es el caso de su hija.
Atentamente:
Pablo
Le
entregó la carta a Cecilia para que se la diera a su madre y la niña la guardó,
pero en cuanto se dio la vuelta el profesor, la leyó y tres compañeros suyos
también, que a su vez se lo contaron al resto de la clase. Oficialmente había
pasado de tener la manía de los papeles a ser artista del origami.
Ese
día al llegar a casa la niña contentísima le dijo a su madre que era artista.
-¡Qué
cosas tienes Cecilia!- respondió Marta que vio como su hija sacaba la carta del
bolsillo.
Al
leerla, se le saltaron las lágrimas y abrazó a su hija.
Pocos
después Marta fue a una tutoría con Pablo que le dio unas instrucciones de cómo
seguir avanzando con Cecilia.
En
las celebraciones ya no estaba aislada haciendo figuras sino que se le
encomendó hacer figuras de papel para sus primos y los demás niños para luego
jugar con ellas siendo ella la organizadora. Como siempre le encomendaban
organizar, se volvió muy disciplinaba y todos le empezaron a tener mucho
respeto. Incluso la madre de Luisito le preguntó a Marta si Cecilia le podía
dar clases de origami a su hijo porque le habían dicho era bueno para mejorar
la memoria, la paciencia y la concentración entre otras cosas. Pedro se
convirtió en el primer alumno de la niña.
El
peinado de Cecilia, ahora considerado peinado de artista, era imitado por sus compañeras
de clase. Siempre había una invitación para ella en el cumpleaños de algún
compañero, ahora, que la artista acudiese a alguna fiesta daba caché al evento.
Cuando
terminó el colegio, al instituto, fue ya con una consolidada fama de artista,
fue nombrada delegada durante algunos cursos por lo bien que gestionaba los
asuntos de la clase y daba clases extraescolares de origami a otros alumnos.
Empezó también con talleres patrocinados por el ayuntamiento para personas
mayores y para todo aquel que se quisiera apuntar. Sus talleres cobraron fama y
fue requerida también por otros ayuntamientos cercanos.
A
la mayoría de edad estudió Bellas Artes y experimentó con otras formas de
expresión pero sus mejores obras las hacía, por supuesto, de figuras de papel.
Se convirtió en una de las mejores maestras de origami, hacía viajes frecuentes
a Japón y continuó con talleres para
enseñar su técnica allí y en otros países. Cada vez que hacía una exposición,
ésta tenía mucho éxito. Su especialidad eran los animales mitológicos aunque
también sentía debilidad por los animales acuáticos inventados.
Un
día le hicieron una entrevista en un periódico de gran tirada, allí contaba la
gratitud que sentía hacia su antiguo maestro Pablo y alababa sus métodos para
integrar y motivar a los alumnos. El periódico cayó en manos del anciano padre
de Pablo, un hombre serio y rígido que no llevó muy bien que su hijo no
continuase con su trabajo de abogado, e incluso se llevó varios años enfadado
por ese asunto y siempre que tenía ocasión le recriminaba su decisión. En
la entrevista, Cecilia se había esmerado en resaltar el don que tenía Pablo
como maestro, de tal forma, que quedaba totalmente claro que su misión en esta
vida era la opción que finalmente eligió. Tras leer las emotivas palabras de la
que fue alumna de su hijo, sintió por primera vez un remordimiento inmenso por
haber intentado que Pablo fuera algo diferente a lo que él quería. Recordó cómo
le obligó con dieciocho años a matricularse en Derecho y en definitiva a vivir,
durante un tiempo, una vida que no era la suya. Se sintió orgulloso de su hijo
y lo llamó inmediatamente. Hablaron durante más de una hora.
En
una de sus exposiciones, Cecilia tuvo dos invitados especiales Pablo y el padre
de éste que había insistido en
conocerla. El anciano llevaba el recorte de la entrevista en la que hablaba de
su hijo y le pidió que hiciera una figura de recuerdo. Cecilia hizo un
sencillo y precioso corazón que el
anciano guardó como un tesoro.
FIN